lunes, 1 de abril de 2013

Y se fue...


Ahora en la casa de los hombres buenos está mi abuelo. Allí, junto a otros paisanos, se cuentan sus historias, se envalentonan y juegan a las cartas pegaditos a la lumbre. Fuman, beben y hablan de sus mujeres, sus pecados y sus hijos. Alguna vez lloran y se abrazan, otras se enzarzan en discusiones sobre política y toros, y veces también se gritan, rompen sus copas y se levantan de la mesa sin llegar a las manos. Cuando llega la madrugada, ya cansados de escuchar machadas y bravuconerías, limpian sus navajas de restos de comida, recogen las cartas y apuran los vasos de vino, se encalan sus gorras y se cuelgan la chaqueta al hombro para irse a la cama.
Embotado de vino y de recuerdos mi abuelo se sonríe y piensa que Dios se ha equivocado con todos esos canallas. Lo que no sabe es que solo los hombres buenos temen no serlo.

viernes, 15 de marzo de 2013

Me lo contó todo


Lo conocí en el café del conservatorio, estaba borracho y me lo contó todo.
No lo había visto antes aunque siempre paso por allí, estaba apoyado en una de esas mesillas gélidas de mármol blanco y bebía solo. Parecía satisfecho, casi orgulloso.
Me gusta este local, su ambiente de bohemia, el espacio reducido, las paredes llenas de discos y de cantantes que desconozco. La parsimonia con la que habla y se mueve el camarero le da un aire de atemporalidad.
Me senté cerca de él, no recuerdo cómo empezó a hablar. Tras la riada de palabras me dio la mano, pagos todas las rondas y se esfumó. Ahora trato de escribir en la misma mesa lo que me contó.
Le bastó un capuccino para perder el control, dijo. No podía aguantar más, conscientemente se sentó delante de su croissant y se dispuso a bañarlo en su café (esta vez con cafeína). Tras la ingestión, relamió la espuma de sus labios y se entregó a la observación por la vitrina del café como un pasmarote. Mirando sin ver, el corazón empezó a batirle con fuerza y abrió la boca para respirar. Entonces fijó la vista en su lectura, “La vía del Buddha”. No iba a lograrlo, eso lo atemorizaba. La saliva amarga del café empezó a espesarse dificultándole la deglución. Los ojos se le humedecieron, pero no iba a llorar, era otro sentimiento el que le atenazaba la garganta. El dedo índice empezó a repiquetear la mesa de modo autónomo y la espalda se contrajo en un escalofrío sin fin. Empezó a murmurar, luego a castañear los dientes, sintió un ridículo infantil que quedó disipado al percatarse de que, tanto el camarero como la pareja de enfrente, estaban descaradamente girados mirándolo. Los dedos empezaron a estrangularse adoptando posturas imposibles y grotescas. Tuvo ganas de pedir ayuda, pero no lo hizo. Su cerebro ardía, los pensamientos se tropezaban, pero en su rostro no había expresión alguna de miedo, solo de sorpresa. El pechó le dolió como uno de aquellos puñetazos de su hermano, quiso gritar pero balbuceaba, apenas gemía. Todo su interior se estaba contrayendo y por fin se dio el permiso. Oyó un ruido seco. Pensó – me voy – y se despidió de la pareja, del camarero y de sí mismo.
Todos piensan ahora que desde el ataque epiléptico es otra persona, que ha cambiado y tiene menos manías. Parece que, paradójicamente, aquello le fue bien; que era, como se diría, casi necesario. Pep, el camarero (que siempre ha sido un poeta) sostiene que las tremendas convulsiones con las que se sacudió por el suelo le sirvieron de purificación, que con cada espasmo purgaba la crueldad de un pasado hostil. Ella (que está a punto de acabar la especialización en psicoterapia) argumenta con su pareja que el episodio supuso el punto de inflexión de una vida represiva y colmada de dependencias familiares, afirma también que el ataque fue una respuesta psicosomática a un colapso emocional de búsqueda de la propia identidad, el fruto de una violencia pasiva perpetuada durante años contra sí mismo. El novio asiente, aunque en su interior piensa que ese tipo de cosas solo le pasan a los raritos que no pillan cacho o a gente que tiene tiempo para esos problemas.
Sin embargo él sabe que no, que no fue el ataque, ni las poéticas convulsiones, ni el tedio de su madre ni la falta de afecto. Todo pasó antes. Un instante antes, cuando pidió aquel café y tomó la decisión de dejarse llevar por primera vez en su vida.

jueves, 7 de marzo de 2013

VERÍDICO


Todo lo que voy a contar ahora mismo es verídico, aunque por eso sea más triste y aunque muchos de vosotros no os lo creáis.
Todo sucede así, como las cosas normales, una detrás de otra y sin darte cuenta. Sin darme cuenta estoy en un coche y está lloviendo, no me pregunto que hago aquí porque tampoco me sorprende. Todo es normal sencillamente porque sucede. Ella tiene novio, desde hace 6 años, así lo ha declarado como un escudo, protegiéndose sobretodo de si misma. Yo he mentido. Progresivamente, en el bar, he ido confesándome hasta contar más de lo que era necesario. He vuelto a mentir con un discurso ambiguo. La mentira, que me tenía que ofrecer una posición de poder privilegiada, me deja ahora más vulnerable, y la diferencia de edad y mi cargo han pasado a provocarme un creciente desasosiego. Nos conocemos desde hace semanas, por trabajo. Hoy hemos encontrado la excusa para tomar algo en el bar de enfrente. La transparencia es evidente ante todos, unos documentos que hay preparar y firmar, una copa y para casa; pero ella empieza a hablar de mi forma de mover las manos, de las arrugas de mi ojos y me doy cuenta que yo también he estado observándola, podría decirle miles de detalles de su cuerpo y de sus gestos si no pasara por un obsesivo. Me callo y le digo que a mi también me gusta observar. Yo solo quería follar. Mi instinto no ha cambiado, pero no entiendo porque hemos empezado a hablar de mi pasado y del problema de sus padres. Me he visto dando consejos, identificándome con ella y sugiriéndole, de un modo malévolo pero sincero, que le diera un giro a su vida. Mientras oía mi propia voz e incrementaba su ternura hacía mí, he empezado a sentirme profundamente abatido. Al mismo tiempo, he tenido la total certeza que no iba a ser una tía fácil y que me había vuelto a equivocar de estrategia si es que estaba pretendiendo tener una aventura. Ella todavía habla con los axiomas de quien, por exceso de juventud o falta de inteligencia, sabe lo que está bien o está mal. Me gustaría escupirle a la cara qué coño hace hablando conmigo después de un día horrible de trabajo y por qué me ha preguntado si volvía a pie a casa. Me subo al coche divertido, así puedo seguir observándola. Conduce con el volante pegado a las tetas quitándole capacidad a los brazos para maniobrar, y si fuera precavido, debería preocuparme por mi integridad física. Cambia las marchas bruscamente, creo que no le gusta conducir o que el nerviosismo de la situación aumenta su ansia de control. Sigue lloviendo, a ráfagas. Pese a todo, la conversación es del todo relajada, anodina y en pocos minutos (ya que pensaba volver andando) estamos cerca de mi casa sin tiempo a pensar qué va a pasar. Le hago pasar por otra calle con el pretexto de evitar el tráfico y para que me deje en una paralela a la mía, menos iluminada. Le digo que se pare, miro el reloj para simular inquietud y pienso que la cena debe de estar ya casi lista. Desde el último semáforo hemos hablado sin mirarnos. Las luces warning marcan la precipitación en la que se va a desarrollar todo. Mete el freno de mano y se incorpora. Bueno – me dice – nos vemos mañana. Sí, claro – contesto buscando las llaves en el bolsillo de la chaqueta. Me mira a los ojos por primera vez. Te quería enseñar una cosa – le digo risueño mientras me acerco sin pudor. Me mira, sin expresión. Saco del bolsillo el matasuegras que aún llevo de la fiesta de Jaime y lo soplo con fuerza mientras ella da un salto, espantada, contra la puerta. Cuando ve el objeto se relaja y ríe como una niña, está preciosa. Después, divertida, me manda salir del coche empujándome del hombro sin dejarme abrir el paraguas. La saludo como si partiera para Australia, y con el olor típico de la combustión Diesel se diluye mi sonrisa de estúpido bajo la lluvia.

domingo, 24 de febrero de 2013

Yo Mismo (y ella)


Mi madre siempre se preocupa cuando lee uno de mis cuentos escritos en primera persona. Piensa, por error, que se encuentra ante una revelación, como cuando me robaba el diario verde para comprender mejor mi adolescencia. Es curioso, su miedo preventivo siempre ha chocado con su instigación para que fuera Yo mismo, para que hiciera lo que quisiera. Como tantos lectores mi madre no ha entendido aún que la escritura es un disimular para poder llegar a un lugar donde, de otro modo, directo, no tendría sentido haber llegado. Como llegar con antelación a una cita sin haberse duchado ni peinado.

Sin embargo, reconozco que la semilla del miedo ha ido germinando en mi interior desde bien pequeño. Acostumbrado a simular, quise encontrar un centro de gravedad mediante la escritura para destruirla, dando vueltas, desde los arrabales de la consciencia hasta el núcleo vaporoso de la inconsciencia. Pero aún no la he encontrado. Recuerdo que mi profesor de Filosofía enseñaba, a los chicos débiles de grandes aspiraciones, que el centro del mundo era nuestro ombligo. Yo lo miraba ante el espejo, y tras desembarazarme de la pelusilla persistente, solo veía el mismo ombligo de siempre, el mismo que de más pequeño me pinchaba con el dedo y me rascaba hasta hacerme sangre. Ni rastro de mi. Henchido de satisfacción y orgulloso de mi ingenio, en el periodo universitario determiné que el pobre Shakespeare había sido un cretino: Ser o no Ser, esa es la cuestión. ¡Qué cuestión ni que niño muerto! Lo importante no es no ser ni dejar de serlo, determiné que lo importante es cómo me siento aquí, en esta silla, y cómo me encuentro ahora con este cuerpo, ante mi cuaderno. Todo ello sin leer ni un solo libro del pobre inglés y adoptando una postura ergonómica óptima para evitar dolores de espalda y cervicales. Aquí y ahora, sintiendo.

La Universidad acabó, la escritura pasó a ser una purgación sin alivio, y las letras se empezaron a densificar, juntándose tanto unas con otras que ya no me permitían distinguir ni una sola palabra. Apretadas, incómodas, empezaron a mezclarse y a perder significado, y así, poco a poco me fui quedando sin nada qué decir por no saber cómo hacerlo.
Yo que había leído mucho, y lo seguía haciendo sin sentido ni esperanza, sabía que tenía que esperar que alguien entrara en mi vida. ¡El amor! Ese sería el giro narrativo que otorgaría a mi vida un destello, un camino sin sentido pero lleno de luz y de fuerzas renovadas.

- Mamá, ¿por qué no tengo novia?
- ¡Porque estás todo el día con tus malditos borradores y rodeado de gente que ya está muerta!
- Pero los clásicos son los portadores del conocimiento de la Humanidad, los intelectuales estamos aquí solo para transmitir de una generación a otra esta sabiduría, y si podemos añadir algo relevante.
- ¡Dúchate y sal de casa!

Mientras camino hacia el bar, reescribiendo borradores mentales, me para una mujer en una esquina y me pregunta:
- Perdona, ¿sabes dónde está el centro?

domingo, 3 de febrero de 2013

ANTES DE PERDER LA CABEZA

Al principio sentí que el cerebro se espesaba, que empezaba a solidificarse dentro del cráneo a fuerza de estar tumbado en la cama, en el sofá o por el suelo. No recordaba un resfriado con unas fiebres tan violentas (quizás las de aquel viaje a la India, pero que mas da, ningún recuerdo del dolor es más punzante que el del presente, quizás sólo el del miedo).
Sea como fuese algo raro le pasaba a mi cerebro. Ahora sentía que estaba empezando a adoptar una forma como de pasta madre, de esas que se utilizan para hacer pan. Así, siguiendo con el delirio de mi imaginación, empecé a creer que si alguien me hubiese abierto la cabeza, esta masa, que un día fue mi cerebro, abría perdido todas su rugosidades y que apestaría a vino rancio, a cantina enmohecida. Esta idea fue tomando cuerpo conforme la cimentaba con teorías sobre la carencia de ventilación del cráneo o de la putrefacción por asfixia de algunas partes debido a las imperfecciones de mi cabeza (siempre he pensado que un buen masaje al nacer hubiese solucionado muchos de mis problemas). Todo ello me valió para convencerme de que mi cerebro estaba mutando. Lo sentía como despegado de las paredes, y si me movía con la velocidad que me es característica, golpeaba a ambos lados y tardaba unos segundos, entre vaivenes, en recuperar su posición inicial como si de una brújula se tratase.
Temiendo que fuera demasiado tarde empecé a escribir. Ya no sabía bien si se estaba secando como una pasa o si iba a acabar derritiéndose. Fuera el demasiado espacio lo que hacía daño o la presunta rigidez del “músculo”, lo cierto es que me dolía, me dolía la testa por dentro como nadie sabe. Me planté delante de la libreta, con la música bajita y con poca luz. Por lo visto, descubrí posteriormente, los ojos están conectados directamente con el cerebro, atados como con cuerdas al volumen encefálico. Imagino que, entre otras funciones, para sujetarlo cuando hacemos la croqueta ladera abajo, nos caemos de la bici o en otras de las muchas posturas acrobáticas que gustamos experimentar. De este modo, sujeto por cada una de las cuerdas de cada ojo, el cerebro evita ponerse panza arriba y fenecer como un escarabajo verde. Quizás por esto, en algunos casos, las personas con un fuerte estrabismo gozan de una inteligencia más versátil, no porque tengan un punto de vista diferente, como suele decirse, sino porque de modo natural le otorgan un movimiento diferente a su cerebro, más ingenioso y osado, sin llegar a volcarlo.
Todo esto para decir que los ojos también me dolían en un modo tremendo y necesitaba poca luz en mi última oportunidad de convertirme en escritor, antes de perder la cabeza.