jueves, 24 de septiembre de 2015

Te ríes y las cosas se ríen también; se ríe la tostadora a las 8 de la mañana, se sonroja como una tonta nuestra ventana. Se ríe la colonia si la aprietas, se sonríen las sabanas cuando bostezas. Me río yo cuando te ríes, y se ríen mis pies si se cruzan con tus pies. Les haces cosquillas y aguantan la risa tus vestidos cuando los revuelves en el armario perdidos, cuando te vuelves hacia el espejo éste se ríe un poquito y también el baño se ríe bajito cuando se te escapa un pedito.
Son las noches del un poquito más, las noche del miedo al amanecer, el temor a perder la suavidad de la caricia, de que se te escurra la certeza de estar vivo entre los dedos, así como te vence el sueño, tan fácilmente, que se desvanezca este instante carente de aire y ajeno a los ruidos diarios. Ventajas de estar borracho; la felicidad de estar al otro lado del mundo, la contemplación de la fachada en ruinas, de la grieta implacable, de lo despiadado de tu ausencia, de la enorme sabiduría del silencio. Las noches en las que lo intento y casi lo consigo, las noches amables de Agosto.
De entre todas las mujeres que he conocido, personas inspiradoras y emocionantes, tu eres diferente, absolutamente única. Porque en tu pequeño cuerpo, y en tus pequeños dedos, se esconde la fuerza salvaje de la vida, el coraje de permanecer y la osadía de vivir, de vivir bien por encima de todo. Cuando tú hablas, no lo haces tú realmente, es la fuerza de toda una regeneración que te arrastra y modelas con tus palabras, apropiándote de una energía que no te pertenece del todo, que eres tú y que no es tuya, una inercia que te empuja con el arrojo de las miles de mujeres que te precedieron, que te dan forma y que tú modelas con tu aliento para las siguientes que te sucederán.
Un ejército de jardineros, ataviados con sombreros de paja y polos verdes, son los únicos que trabajan realmente aquí. Como los antiguos siervos de la Medina, mantienen el orden y la exuberancia que la Alahambra requiere. Un trabajo imprescindible para que la vegetación arranque a la arquitectura del pasado y no la relegue a meras ruinas. En medio de un calor aplastante, estos currantes lo saben aunque no sé lo creen: son sus manos las que se refrescan en las fuentes y las que permiten que la rosa y el jazmín perfumen cada rincón de ensueño y capricho. Lo único que consuela es pensar que, entre tanto turista flojo o alguna que otra discusión elevada (como este mismo escrito presuntuoso); ellos charlan y se relajan, se refrescan y disfrutan del silencio manso del agua...cuando todos se van. De alguna manera saben que, en realidad, toda esta belleza es suya. Aquí huele todo, pero es el olor resinoso de los cipreses el que más me atrapa. De repente me recuerda a veranos infantiles, a jugar a lanzar sus bolas verdes y compactas a la cabeza de algún amigo. Me lleva a veranos de pelo desordenado y dedos arrugados por el agua.
La lucha por la verdad absoluta se enzarza en los vestigios de la Alhambra. La fe espiritual y refinada del Al-Andalus contrasta con la rotundidad y fiereza de las murallas cristianas, de su misticismo pálido, en contra de la elegancia elevada y el engreimiento árabe. Todo esa lucha impositiva se respira aquí. Y lo curioso es la vacuidad generalizada con la que los occidentales observan el entorno, frente al anhelo y la sacralidad de los ojos y los velos musulmanes, se agrupan sigilosos, admirando, comentando, la casa pérdida o robada.
Una vez más, de madrugada, con mis músicas y a corazón abierto, volviendo sobre mis pasos, otra vez, a la casa vacía. Escucho y pienso: ¡algún día me gustaría escribir tan hondo! Y siento más que pienso. Te siento y presiento que ya me acerco, ya me asomo a tus adentros y me lanzo a peso muerto. Que me digan que me equivoco desde lo alto, que me miren con desaprobación mientras se les tuerce en la boca una pena que sabe más a envidia que a compasión. Yo ya he llegado a casa, me he presentado ante tu puerta con una sonrisa puesta y con las maletas vacías para que escribamos lo que más nos apetezca. Te saludo: ¡hola! Y sabes que vengo para que me recuérdes y  para que cojas todo lo que quieras, te doy mi piel y te pido a cambio que tirites. Dame la mano y dejaré de hablar y de escribir porque ya no hará falta decir más nada.
Todo se confunde en la maraña del tiempo que atravesamos, ya no sabríamos decir si ha pasado un año desde que nos despedimos o fue esta mañana cuando me regalabas un gemido más. Ya no intento recordar tú nombre ni evito mezclar todos tus perfumes, ni sé quién me acaricia mientras duermo ni a quién abrazo realmente cuando se me escapa un te quiero. Persiste la memoria y se enzarza en juego macabro con el paso de los días, cubriendo mi vista de una película, de algo así como melancolía del amor dado, que como un visillo translúcido, no deja ver con claridad lo que hay al otro lado de la ventana.