Lo conocí en el café del conservatorio, estaba borracho y me lo contó todo.
No lo había visto antes aunque siempre paso por allí, estaba apoyado en una de esas mesillas gélidas de mármol blanco y bebía solo. Parecía satisfecho, casi orgulloso.
Me gusta este local, su ambiente de bohemia, el espacio reducido, las paredes llenas de discos y de cantantes que desconozco. La parsimonia con la que habla y se mueve el camarero le da un aire de atemporalidad.
Me senté cerca de él, no recuerdo cómo empezó a hablar. Tras la riada de palabras me dio la mano, pagos todas las rondas y se esfumó. Ahora trato de escribir en la misma mesa lo que me contó.
Le bastó un capuccino para perder el control, dijo. No podía aguantar más, conscientemente se sentó delante de su croissant y se dispuso a bañarlo en su café (esta vez con cafeína). Tras la ingestión, relamió la espuma de sus labios y se entregó a la observación por la vitrina del café como un pasmarote. Mirando sin ver, el corazón empezó a batirle con fuerza y abrió la boca para respirar. Entonces fijó la vista en su lectura, “La vía del Buddha”. No iba a lograrlo, eso lo atemorizaba. La saliva amarga del café empezó a espesarse dificultándole la deglución. Los ojos se le humedecieron, pero no iba a llorar, era otro sentimiento el que le atenazaba la garganta. El dedo índice empezó a repiquetear la mesa de modo autónomo y la espalda se contrajo en un escalofrío sin fin. Empezó a murmurar, luego a castañear los dientes, sintió un ridículo infantil que quedó disipado al percatarse de que, tanto el camarero como la pareja de enfrente, estaban descaradamente girados mirándolo. Los dedos empezaron a estrangularse adoptando posturas imposibles y grotescas. Tuvo ganas de pedir ayuda, pero no lo hizo. Su cerebro ardía, los pensamientos se tropezaban, pero en su rostro no había expresión alguna de miedo, solo de sorpresa. El pechó le dolió como uno de aquellos puñetazos de su hermano, quiso gritar pero balbuceaba, apenas gemía. Todo su interior se estaba contrayendo y por fin se dio el permiso. Oyó un ruido seco. Pensó – me voy – y se despidió de la pareja, del camarero y de sí mismo.
Todos piensan ahora que desde el ataque epiléptico es otra persona, que ha cambiado y tiene menos manías. Parece que, paradójicamente, aquello le fue bien; que era, como se diría, casi necesario. Pep, el camarero (que siempre ha sido un poeta) sostiene que las tremendas convulsiones con las que se sacudió por el suelo le sirvieron de purificación, que con cada espasmo purgaba la crueldad de un pasado hostil. Ella (que está a punto de acabar la especialización en psicoterapia) argumenta con su pareja que el episodio supuso el punto de inflexión de una vida represiva y colmada de dependencias familiares, afirma también que el ataque fue una respuesta psicosomática a un colapso emocional de búsqueda de la propia identidad, el fruto de una violencia pasiva perpetuada durante años contra sí mismo. El novio asiente, aunque en su interior piensa que ese tipo de cosas solo le pasan a los raritos que no pillan cacho o a gente que tiene tiempo para esos problemas.
Sin embargo él sabe que no, que no fue el ataque, ni las poéticas convulsiones, ni el tedio de su madre ni la falta de afecto. Todo pasó antes. Un instante antes, cuando pidió aquel café y tomó la decisión de dejarse llevar por primera vez en su vida.
No lo había visto antes aunque siempre paso por allí, estaba apoyado en una de esas mesillas gélidas de mármol blanco y bebía solo. Parecía satisfecho, casi orgulloso.
Me gusta este local, su ambiente de bohemia, el espacio reducido, las paredes llenas de discos y de cantantes que desconozco. La parsimonia con la que habla y se mueve el camarero le da un aire de atemporalidad.
Me senté cerca de él, no recuerdo cómo empezó a hablar. Tras la riada de palabras me dio la mano, pagos todas las rondas y se esfumó. Ahora trato de escribir en la misma mesa lo que me contó.
Le bastó un capuccino para perder el control, dijo. No podía aguantar más, conscientemente se sentó delante de su croissant y se dispuso a bañarlo en su café (esta vez con cafeína). Tras la ingestión, relamió la espuma de sus labios y se entregó a la observación por la vitrina del café como un pasmarote. Mirando sin ver, el corazón empezó a batirle con fuerza y abrió la boca para respirar. Entonces fijó la vista en su lectura, “La vía del Buddha”. No iba a lograrlo, eso lo atemorizaba. La saliva amarga del café empezó a espesarse dificultándole la deglución. Los ojos se le humedecieron, pero no iba a llorar, era otro sentimiento el que le atenazaba la garganta. El dedo índice empezó a repiquetear la mesa de modo autónomo y la espalda se contrajo en un escalofrío sin fin. Empezó a murmurar, luego a castañear los dientes, sintió un ridículo infantil que quedó disipado al percatarse de que, tanto el camarero como la pareja de enfrente, estaban descaradamente girados mirándolo. Los dedos empezaron a estrangularse adoptando posturas imposibles y grotescas. Tuvo ganas de pedir ayuda, pero no lo hizo. Su cerebro ardía, los pensamientos se tropezaban, pero en su rostro no había expresión alguna de miedo, solo de sorpresa. El pechó le dolió como uno de aquellos puñetazos de su hermano, quiso gritar pero balbuceaba, apenas gemía. Todo su interior se estaba contrayendo y por fin se dio el permiso. Oyó un ruido seco. Pensó – me voy – y se despidió de la pareja, del camarero y de sí mismo.
Todos piensan ahora que desde el ataque epiléptico es otra persona, que ha cambiado y tiene menos manías. Parece que, paradójicamente, aquello le fue bien; que era, como se diría, casi necesario. Pep, el camarero (que siempre ha sido un poeta) sostiene que las tremendas convulsiones con las que se sacudió por el suelo le sirvieron de purificación, que con cada espasmo purgaba la crueldad de un pasado hostil. Ella (que está a punto de acabar la especialización en psicoterapia) argumenta con su pareja que el episodio supuso el punto de inflexión de una vida represiva y colmada de dependencias familiares, afirma también que el ataque fue una respuesta psicosomática a un colapso emocional de búsqueda de la propia identidad, el fruto de una violencia pasiva perpetuada durante años contra sí mismo. El novio asiente, aunque en su interior piensa que ese tipo de cosas solo le pasan a los raritos que no pillan cacho o a gente que tiene tiempo para esos problemas.
Sin embargo él sabe que no, que no fue el ataque, ni las poéticas convulsiones, ni el tedio de su madre ni la falta de afecto. Todo pasó antes. Un instante antes, cuando pidió aquel café y tomó la decisión de dejarse llevar por primera vez en su vida.