viernes, 15 de marzo de 2013

Me lo contó todo


Lo conocí en el café del conservatorio, estaba borracho y me lo contó todo.
No lo había visto antes aunque siempre paso por allí, estaba apoyado en una de esas mesillas gélidas de mármol blanco y bebía solo. Parecía satisfecho, casi orgulloso.
Me gusta este local, su ambiente de bohemia, el espacio reducido, las paredes llenas de discos y de cantantes que desconozco. La parsimonia con la que habla y se mueve el camarero le da un aire de atemporalidad.
Me senté cerca de él, no recuerdo cómo empezó a hablar. Tras la riada de palabras me dio la mano, pagos todas las rondas y se esfumó. Ahora trato de escribir en la misma mesa lo que me contó.
Le bastó un capuccino para perder el control, dijo. No podía aguantar más, conscientemente se sentó delante de su croissant y se dispuso a bañarlo en su café (esta vez con cafeína). Tras la ingestión, relamió la espuma de sus labios y se entregó a la observación por la vitrina del café como un pasmarote. Mirando sin ver, el corazón empezó a batirle con fuerza y abrió la boca para respirar. Entonces fijó la vista en su lectura, “La vía del Buddha”. No iba a lograrlo, eso lo atemorizaba. La saliva amarga del café empezó a espesarse dificultándole la deglución. Los ojos se le humedecieron, pero no iba a llorar, era otro sentimiento el que le atenazaba la garganta. El dedo índice empezó a repiquetear la mesa de modo autónomo y la espalda se contrajo en un escalofrío sin fin. Empezó a murmurar, luego a castañear los dientes, sintió un ridículo infantil que quedó disipado al percatarse de que, tanto el camarero como la pareja de enfrente, estaban descaradamente girados mirándolo. Los dedos empezaron a estrangularse adoptando posturas imposibles y grotescas. Tuvo ganas de pedir ayuda, pero no lo hizo. Su cerebro ardía, los pensamientos se tropezaban, pero en su rostro no había expresión alguna de miedo, solo de sorpresa. El pechó le dolió como uno de aquellos puñetazos de su hermano, quiso gritar pero balbuceaba, apenas gemía. Todo su interior se estaba contrayendo y por fin se dio el permiso. Oyó un ruido seco. Pensó – me voy – y se despidió de la pareja, del camarero y de sí mismo.
Todos piensan ahora que desde el ataque epiléptico es otra persona, que ha cambiado y tiene menos manías. Parece que, paradójicamente, aquello le fue bien; que era, como se diría, casi necesario. Pep, el camarero (que siempre ha sido un poeta) sostiene que las tremendas convulsiones con las que se sacudió por el suelo le sirvieron de purificación, que con cada espasmo purgaba la crueldad de un pasado hostil. Ella (que está a punto de acabar la especialización en psicoterapia) argumenta con su pareja que el episodio supuso el punto de inflexión de una vida represiva y colmada de dependencias familiares, afirma también que el ataque fue una respuesta psicosomática a un colapso emocional de búsqueda de la propia identidad, el fruto de una violencia pasiva perpetuada durante años contra sí mismo. El novio asiente, aunque en su interior piensa que ese tipo de cosas solo le pasan a los raritos que no pillan cacho o a gente que tiene tiempo para esos problemas.
Sin embargo él sabe que no, que no fue el ataque, ni las poéticas convulsiones, ni el tedio de su madre ni la falta de afecto. Todo pasó antes. Un instante antes, cuando pidió aquel café y tomó la decisión de dejarse llevar por primera vez en su vida.

jueves, 7 de marzo de 2013

VERÍDICO


Todo lo que voy a contar ahora mismo es verídico, aunque por eso sea más triste y aunque muchos de vosotros no os lo creáis.
Todo sucede así, como las cosas normales, una detrás de otra y sin darte cuenta. Sin darme cuenta estoy en un coche y está lloviendo, no me pregunto que hago aquí porque tampoco me sorprende. Todo es normal sencillamente porque sucede. Ella tiene novio, desde hace 6 años, así lo ha declarado como un escudo, protegiéndose sobretodo de si misma. Yo he mentido. Progresivamente, en el bar, he ido confesándome hasta contar más de lo que era necesario. He vuelto a mentir con un discurso ambiguo. La mentira, que me tenía que ofrecer una posición de poder privilegiada, me deja ahora más vulnerable, y la diferencia de edad y mi cargo han pasado a provocarme un creciente desasosiego. Nos conocemos desde hace semanas, por trabajo. Hoy hemos encontrado la excusa para tomar algo en el bar de enfrente. La transparencia es evidente ante todos, unos documentos que hay preparar y firmar, una copa y para casa; pero ella empieza a hablar de mi forma de mover las manos, de las arrugas de mi ojos y me doy cuenta que yo también he estado observándola, podría decirle miles de detalles de su cuerpo y de sus gestos si no pasara por un obsesivo. Me callo y le digo que a mi también me gusta observar. Yo solo quería follar. Mi instinto no ha cambiado, pero no entiendo porque hemos empezado a hablar de mi pasado y del problema de sus padres. Me he visto dando consejos, identificándome con ella y sugiriéndole, de un modo malévolo pero sincero, que le diera un giro a su vida. Mientras oía mi propia voz e incrementaba su ternura hacía mí, he empezado a sentirme profundamente abatido. Al mismo tiempo, he tenido la total certeza que no iba a ser una tía fácil y que me había vuelto a equivocar de estrategia si es que estaba pretendiendo tener una aventura. Ella todavía habla con los axiomas de quien, por exceso de juventud o falta de inteligencia, sabe lo que está bien o está mal. Me gustaría escupirle a la cara qué coño hace hablando conmigo después de un día horrible de trabajo y por qué me ha preguntado si volvía a pie a casa. Me subo al coche divertido, así puedo seguir observándola. Conduce con el volante pegado a las tetas quitándole capacidad a los brazos para maniobrar, y si fuera precavido, debería preocuparme por mi integridad física. Cambia las marchas bruscamente, creo que no le gusta conducir o que el nerviosismo de la situación aumenta su ansia de control. Sigue lloviendo, a ráfagas. Pese a todo, la conversación es del todo relajada, anodina y en pocos minutos (ya que pensaba volver andando) estamos cerca de mi casa sin tiempo a pensar qué va a pasar. Le hago pasar por otra calle con el pretexto de evitar el tráfico y para que me deje en una paralela a la mía, menos iluminada. Le digo que se pare, miro el reloj para simular inquietud y pienso que la cena debe de estar ya casi lista. Desde el último semáforo hemos hablado sin mirarnos. Las luces warning marcan la precipitación en la que se va a desarrollar todo. Mete el freno de mano y se incorpora. Bueno – me dice – nos vemos mañana. Sí, claro – contesto buscando las llaves en el bolsillo de la chaqueta. Me mira a los ojos por primera vez. Te quería enseñar una cosa – le digo risueño mientras me acerco sin pudor. Me mira, sin expresión. Saco del bolsillo el matasuegras que aún llevo de la fiesta de Jaime y lo soplo con fuerza mientras ella da un salto, espantada, contra la puerta. Cuando ve el objeto se relaja y ríe como una niña, está preciosa. Después, divertida, me manda salir del coche empujándome del hombro sin dejarme abrir el paraguas. La saludo como si partiera para Australia, y con el olor típico de la combustión Diesel se diluye mi sonrisa de estúpido bajo la lluvia.