Mi madre
siempre se preocupa cuando lee uno de mis cuentos escritos en primera
persona. Piensa, por error, que se encuentra ante una revelación,
como cuando me robaba el diario verde para comprender mejor mi
adolescencia. Es curioso, su miedo preventivo siempre ha chocado con
su instigación para que fuera Yo mismo, para que hiciera lo
que quisiera. Como tantos
lectores mi madre no ha entendido aún que la escritura es un
disimular para poder llegar a un lugar donde, de otro modo, directo,
no tendría sentido haber llegado. Como llegar con antelación a una
cita sin haberse duchado ni peinado.
Sin
embargo, reconozco que la semilla del miedo ha ido germinando en mi
interior desde bien pequeño. Acostumbrado a simular, quise encontrar
un centro de gravedad mediante la escritura para destruirla, dando
vueltas, desde los arrabales de la consciencia hasta el núcleo
vaporoso de la inconsciencia. Pero aún no la he encontrado. Recuerdo
que mi profesor de Filosofía enseñaba, a los chicos débiles de
grandes aspiraciones, que el centro del mundo era nuestro ombligo. Yo
lo miraba ante el espejo, y tras desembarazarme de la pelusilla
persistente, solo veía el mismo ombligo de siempre, el mismo que de
más pequeño me pinchaba con el dedo y me rascaba hasta hacerme
sangre. Ni rastro de mi. Henchido de satisfacción y orgulloso de mi
ingenio, en el periodo universitario determiné que el pobre
Shakespeare había sido un cretino: Ser o no Ser, esa es la
cuestión. ¡Qué cuestión ni
que niño muerto! Lo importante no es no ser ni dejar de serlo,
determiné que lo importante es cómo me siento aquí, en esta silla,
y cómo me encuentro ahora con este cuerpo, ante mi cuaderno. Todo
ello sin leer ni un solo libro del pobre inglés y adoptando una
postura ergonómica óptima para evitar dolores de espalda y
cervicales. Aquí y ahora, sintiendo.
La Universidad acabó, la escritura pasó a ser una purgación sin
alivio, y las letras se empezaron a densificar, juntándose tanto
unas con otras que ya no me permitían distinguir ni una sola
palabra. Apretadas, incómodas, empezaron a mezclarse y a perder
significado, y así, poco a poco me fui quedando sin nada qué decir
por no saber cómo hacerlo.
Yo que había leído mucho, y lo seguía haciendo sin sentido ni
esperanza, sabía que tenía que esperar que alguien entrara en mi
vida. ¡El amor! Ese sería el giro narrativo que otorgaría a mi
vida un destello, un camino sin sentido pero lleno de luz y de
fuerzas renovadas.
-
Mamá, ¿por qué no tengo novia?
-
¡Porque estás todo el día con tus malditos borradores y rodeado de
gente que ya está muerta!
- Pero
los clásicos son los portadores del conocimiento de la Humanidad,
los intelectuales estamos aquí solo para transmitir de una
generación a otra esta sabiduría, y si podemos añadir algo
relevante.
-
¡Dúchate y sal de casa!
Mientras camino hacia el bar, reescribiendo borradores mentales, me
para una mujer en una esquina y me pregunta:
-
Perdona, ¿sabes dónde está el centro?