domingo, 24 de febrero de 2013

Yo Mismo (y ella)


Mi madre siempre se preocupa cuando lee uno de mis cuentos escritos en primera persona. Piensa, por error, que se encuentra ante una revelación, como cuando me robaba el diario verde para comprender mejor mi adolescencia. Es curioso, su miedo preventivo siempre ha chocado con su instigación para que fuera Yo mismo, para que hiciera lo que quisiera. Como tantos lectores mi madre no ha entendido aún que la escritura es un disimular para poder llegar a un lugar donde, de otro modo, directo, no tendría sentido haber llegado. Como llegar con antelación a una cita sin haberse duchado ni peinado.

Sin embargo, reconozco que la semilla del miedo ha ido germinando en mi interior desde bien pequeño. Acostumbrado a simular, quise encontrar un centro de gravedad mediante la escritura para destruirla, dando vueltas, desde los arrabales de la consciencia hasta el núcleo vaporoso de la inconsciencia. Pero aún no la he encontrado. Recuerdo que mi profesor de Filosofía enseñaba, a los chicos débiles de grandes aspiraciones, que el centro del mundo era nuestro ombligo. Yo lo miraba ante el espejo, y tras desembarazarme de la pelusilla persistente, solo veía el mismo ombligo de siempre, el mismo que de más pequeño me pinchaba con el dedo y me rascaba hasta hacerme sangre. Ni rastro de mi. Henchido de satisfacción y orgulloso de mi ingenio, en el periodo universitario determiné que el pobre Shakespeare había sido un cretino: Ser o no Ser, esa es la cuestión. ¡Qué cuestión ni que niño muerto! Lo importante no es no ser ni dejar de serlo, determiné que lo importante es cómo me siento aquí, en esta silla, y cómo me encuentro ahora con este cuerpo, ante mi cuaderno. Todo ello sin leer ni un solo libro del pobre inglés y adoptando una postura ergonómica óptima para evitar dolores de espalda y cervicales. Aquí y ahora, sintiendo.

La Universidad acabó, la escritura pasó a ser una purgación sin alivio, y las letras se empezaron a densificar, juntándose tanto unas con otras que ya no me permitían distinguir ni una sola palabra. Apretadas, incómodas, empezaron a mezclarse y a perder significado, y así, poco a poco me fui quedando sin nada qué decir por no saber cómo hacerlo.
Yo que había leído mucho, y lo seguía haciendo sin sentido ni esperanza, sabía que tenía que esperar que alguien entrara en mi vida. ¡El amor! Ese sería el giro narrativo que otorgaría a mi vida un destello, un camino sin sentido pero lleno de luz y de fuerzas renovadas.

- Mamá, ¿por qué no tengo novia?
- ¡Porque estás todo el día con tus malditos borradores y rodeado de gente que ya está muerta!
- Pero los clásicos son los portadores del conocimiento de la Humanidad, los intelectuales estamos aquí solo para transmitir de una generación a otra esta sabiduría, y si podemos añadir algo relevante.
- ¡Dúchate y sal de casa!

Mientras camino hacia el bar, reescribiendo borradores mentales, me para una mujer en una esquina y me pregunta:
- Perdona, ¿sabes dónde está el centro?

domingo, 3 de febrero de 2013

ANTES DE PERDER LA CABEZA

Al principio sentí que el cerebro se espesaba, que empezaba a solidificarse dentro del cráneo a fuerza de estar tumbado en la cama, en el sofá o por el suelo. No recordaba un resfriado con unas fiebres tan violentas (quizás las de aquel viaje a la India, pero que mas da, ningún recuerdo del dolor es más punzante que el del presente, quizás sólo el del miedo).
Sea como fuese algo raro le pasaba a mi cerebro. Ahora sentía que estaba empezando a adoptar una forma como de pasta madre, de esas que se utilizan para hacer pan. Así, siguiendo con el delirio de mi imaginación, empecé a creer que si alguien me hubiese abierto la cabeza, esta masa, que un día fue mi cerebro, abría perdido todas su rugosidades y que apestaría a vino rancio, a cantina enmohecida. Esta idea fue tomando cuerpo conforme la cimentaba con teorías sobre la carencia de ventilación del cráneo o de la putrefacción por asfixia de algunas partes debido a las imperfecciones de mi cabeza (siempre he pensado que un buen masaje al nacer hubiese solucionado muchos de mis problemas). Todo ello me valió para convencerme de que mi cerebro estaba mutando. Lo sentía como despegado de las paredes, y si me movía con la velocidad que me es característica, golpeaba a ambos lados y tardaba unos segundos, entre vaivenes, en recuperar su posición inicial como si de una brújula se tratase.
Temiendo que fuera demasiado tarde empecé a escribir. Ya no sabía bien si se estaba secando como una pasa o si iba a acabar derritiéndose. Fuera el demasiado espacio lo que hacía daño o la presunta rigidez del “músculo”, lo cierto es que me dolía, me dolía la testa por dentro como nadie sabe. Me planté delante de la libreta, con la música bajita y con poca luz. Por lo visto, descubrí posteriormente, los ojos están conectados directamente con el cerebro, atados como con cuerdas al volumen encefálico. Imagino que, entre otras funciones, para sujetarlo cuando hacemos la croqueta ladera abajo, nos caemos de la bici o en otras de las muchas posturas acrobáticas que gustamos experimentar. De este modo, sujeto por cada una de las cuerdas de cada ojo, el cerebro evita ponerse panza arriba y fenecer como un escarabajo verde. Quizás por esto, en algunos casos, las personas con un fuerte estrabismo gozan de una inteligencia más versátil, no porque tengan un punto de vista diferente, como suele decirse, sino porque de modo natural le otorgan un movimiento diferente a su cerebro, más ingenioso y osado, sin llegar a volcarlo.
Todo esto para decir que los ojos también me dolían en un modo tremendo y necesitaba poca luz en mi última oportunidad de convertirme en escritor, antes de perder la cabeza.