Ahora en la casa de los
hombres buenos está mi abuelo. Allí, junto a otros paisanos, se
cuentan sus historias, se envalentonan y juegan a las cartas
pegaditos a la lumbre. Fuman, beben y hablan de sus mujeres, sus
pecados y sus hijos. Alguna vez lloran y se abrazan, otras se
enzarzan en discusiones sobre política y toros, y veces también se
gritan, rompen sus copas y se levantan de la mesa sin llegar a las
manos. Cuando llega la madrugada, ya cansados de escuchar machadas y
bravuconerías, limpian sus navajas de restos de comida, recogen las
cartas y apuran los vasos de vino, se encalan sus gorras y se cuelgan
la chaqueta al hombro para irse a la cama.
Embotado de vino y de
recuerdos mi abuelo se sonríe y piensa que Dios se ha equivocado con
todos esos canallas. Lo que no sabe es que solo los hombres buenos
temen no serlo.