jueves, 24 de septiembre de 2015

Un ejército de jardineros, ataviados con sombreros de paja y polos verdes, son los únicos que trabajan realmente aquí. Como los antiguos siervos de la Medina, mantienen el orden y la exuberancia que la Alahambra requiere. Un trabajo imprescindible para que la vegetación arranque a la arquitectura del pasado y no la relegue a meras ruinas. En medio de un calor aplastante, estos currantes lo saben aunque no sé lo creen: son sus manos las que se refrescan en las fuentes y las que permiten que la rosa y el jazmín perfumen cada rincón de ensueño y capricho. Lo único que consuela es pensar que, entre tanto turista flojo o alguna que otra discusión elevada (como este mismo escrito presuntuoso); ellos charlan y se relajan, se refrescan y disfrutan del silencio manso del agua...cuando todos se van. De alguna manera saben que, en realidad, toda esta belleza es suya. Aquí huele todo, pero es el olor resinoso de los cipreses el que más me atrapa. De repente me recuerda a veranos infantiles, a jugar a lanzar sus bolas verdes y compactas a la cabeza de algún amigo. Me lleva a veranos de pelo desordenado y dedos arrugados por el agua.

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